Sofía y yo hablamos durante horas. El tren se detuvo, tenía que pasar la tarde y la noche en la ciudad. Nos conocíamos hacía poco tiempo y le pedí que me acompañara, ella se sonrió duditativa. Entonces le dije que se imaginara a sí misma veinte años más tarde, casada, que imaginara como se marchitaba su relación y como pensaba en todos aquellos posibles amores que hubiera tenido hace veinte años. Sin que me faltase el descaro, le dije que yo podría ser uno de ellos. Viniendo conmigo hoy, ya no tendrás que preguntarte como hubiera podido ser, le dije. Se rió.
Nos bajamos juntos del tren, entramos en aquel bar de jazz, admiré sus ojos entre un eterno silencio en aquel bar de la plaza, caminamos hasta el boulevard, allí nos paramos de pie mientras la observaba como un niño que mira su regalo de Navidad, recuerdo que su sonrisa me desvelaba historias sin contar. Aquel beso duró unos segundos, pero aún puedo sentirlo. Volvimos a la estación cuando el sol salió rasgando los tejados de los edificios.
Recordaré siempre aquel boulevard dónde dejamos el corazón pinchado y los ojos cerrados dueños de nuestros sueños.
Las buenas historias tienen siempre finales felices en la ficción.
ResponderEliminarPero las buenas historias de verdad no acaban nunca
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