“La libertad, señores (habla Mairena a sus alumnos), es un problema metafísico. Hay, además, el liberalismo, una invención de los ingleses, gran pueblo de marinos, boxeadores e ironistas”.

Juan de Mairena, Antonio Machado

jueves, 4 de diciembre de 2014

Fuego y agua

El tren me llevaba a una nueva estación, una estación mal recordada pero que ahora pretendía hacerla mía. Llevaba días pensando en aquello, bajar de aquel tren por un tiempo no calculado. Las sombras se perpetraban en un horizonte que dejaba atrás, agonizando el viento que empujaba aquellas oscuras sombras, yo y el tren salimos del túnel que había enfrascado las ideas y los deseos, que antes de eso se habían agolpado en mí como cuando una muchedumbre cae con inercia hambrienta ante la puerta de los grandes almacenes en pos de la ceguera y la inmundicia. Habiendo dejado eso atrás, llegué a aquella estación. Era la hora y tantos minutos en que el tiempo se paró.
 Cuando bajé al andén y me encontré con el destino, no pude dejar de sonreír en dos siglos, o al menos eso me pareció en el tiempo que compartimos. Años y minutos de ojos enraizados, unidos el uno al otro como las raíces de un árbol que se agarran al suelo. Entre las piernas y los abrazos no había espacio para nada más, el aire se había consumido, y el hombre agua y la mujer fuego se dibujaron en un cuadro de tantos matices que aquella obra nunca pudo interpretada.

Volví al tren, y ya no había nubes negras ni cuervos blancos, sino el horizonte reflejado en el espejo de la memoria que recuerda aquellos momentos. En las próximas estaciones surcaré despacio las orillas de la memoria, siguiendo el mar que nos espera, violento y calmado, que sin miedo azota la tierra. Y montaremos juntos en él, en el océano de palabras y caricias que alguna vez nos guardamos, y que ahora se destapa como el volcán que derrama el fuego en el agua, creando una nueva tierra, y en ella estarán todas las estaciones que nos quedan por recorrer, esta vez juntos. 

lunes, 27 de octubre de 2014

La ventana

Los días pasaban por la ventana como un sueño sin rumbo, en un segundo todo puede acabar y sin querer me comía los paisajes como un vagabundo con hambre, sediento de tus besos y tus ojos reflejados. Era de día y de noche a la vez, y las miradas no existían y el aroma de tu piel era ya algo mal recordado.
Pasaban las estaciones del viaje como algo inesperado e incontrolable, sin poder detener el tiempo cuando nos besamos. Hoy me desperté sonámbulo y al mirar otra vez por la ventana del tren, solamente pensaba en la otra noche, parados en el aquel andén, deseándote como el niño que era, como el juguete que recibiera en mi cumpleaños, antaño en la infancia, invadido por la nostalgia y el deseo. Y sin poder jurar o prometer con los labios cegados en un beso, nos dijimos adiós. Pensando en tus pasos cercanos volviendo hacia a mí otra vez.

Allí en la noche no existía ni el hambre ni la sed, ni tampoco agua o amor que la saciara. Juntos por un momento, la distancia era algo impensable para nosotros. Y ahora que tantos kilómetros nos separan, sólo te veo tras la ventana, y en la oscuridad del paisaje eres como una luciérnaga que ilumina aquel recuerdo, con una tenue luz que indica el final del túnel,  y al final del viaje siempre estás tú, tras los cristales rotos y los sueños sin techo. Eso espero al mirar otra vez por la ventana.

martes, 7 de octubre de 2014

el Memorial

Hace dos años, en una de mis paradas, conocí a un personaje. Su nombre era Francois Didot, de ciento cinco años de edad. Este anciano pasaba las últimas horas de su infructuosa vida apostado en la ventana de su casa situada en una esquina de la plaza de Luxemburg. A pesar de su edad, desde aquella perspectiva podía observar, calcular y controlar el día a día de cada habitante de la región. Pero aún más allá de eso, Francois conocía la procedencia de cada visitante que pasaba por aquel pueblecito francés.  De esto último puedo dar fe de ello.  Al día siguiente de mi bajada en la estación y después de mi primer paseo por el pueblo paré en la pequeña plaza en la que Monsieur Didot era el guardián, pudiendo notar su mirada penetrante e inquisidora en mis pausados y ajenos pasos.
El vacío y la soledad que lo arrastraba cada mañana a esa profunda depresión que lo había convertido en un lobo solitario y huraño, lo compensaba con una aciaga y desesperada curiosidad que alimentaba cada vez más sus propias obsesiones. Desde aquella ventana Francois Didot en algún segundo esquizofrenoide había soñado con volar, pero aquel pensamiento estaba más allá de su propio entendimiento, pues aquel hombre solitario nunca había salido de la región. Más bien, llevaba sesenta años sin salir de aquel pequeño pueblecito.
Desde aquella ventana había perdido el sentido del tiempo, viendo pasar los pájaros estacionales con los ojos de un niño, había sentido su corazón salirse de su pecho, viendo pasar a Marie, una amiga de su infancia, de la que siempre había estado enamorado. Pero ahora aquel amor infantil se había convertido en una quemazón que le arrastraba aún más hacia la extrema soledad, pues en toda su vida Francois nunca había sentido el cariño de una mujer.
 Desde hacía ya casi sesenta años, el único lugar que le hacía volver en sí mismo y recordar algún tiempo de lucidez, era el Memorial de los Soldados. El 12 de septiembre de cada año iba  de visita a aquel monumento levantado en homenaje a los soldados aliados que habían muerto en la batalla de La Marne.
Hubert de Fels, un soldado del frente aliado que luchaba contra el avance alemán, salvó la vida del pequeño Francois. Al finalizar la guerra, los cadáveres se dispusieron en una línea interminable. Francois Didot, con cinco años de edad, fue una de las pocas personas que se acercaron hacia aquella carnicería para intentar identificar algún cadáver. Y allí lo encontró, con el torso destrozado. Su salvador se encontraba ahora entre la sangre y el barro. Francois nunca olvidaría aquella imagen. Y así, cada año el viejo iba al Memorial a visitar la tumba de aquel soldado.
 Marie en cambio, la imagen que recuerda de aquella guerra, era la de sus padres prometiéndole su reencuentro el día en que los padres de Marie la enviaron con su tía que vivía al sur de Paris, en un pueblecito cerca de Orleans. Tuvo que pasar la guerra y seis meses más, hasta que la noticia de la muerte de su familia llegara a Marie. La pequeña Marie pasó su infancia con su tía. Con la mayoría de edad Marie volvió definitivamente a su pueblo natal, y cada sábado iba a visitar las tumbas de sus padres.
Recuerdo que el  jueves 10 de septiembre, desperté temprano, los nítidos rayos de sol que entraron por la ventana de la habitación del hostal me animaron a salir a la calle. Extrañaba el tren, pero aquellos días en aquel pueblo francés me sirvieron para volver a darme cuenta de aquello que les pasa a las personas cuando se aferran a un lugar y a un pasado. Algunas de estas personas como Francois Didot se agarraban a algo que solo existía en su memoria, y vivían con la sed de los recuerdos, cada vez más agrios, cada vez más vagos. Aquella mañana, salí del hotel y me dirigía a la cafetería de la plaza Luxemburg. Entonces vi un revuelo de gente, más inquietos de lo normal, cuando llegué a la cafetería un grupo que estaba sentado en una mesa junto al mostrador vociferaban algo que iba a pasar este fin de semana. Entonces un chico entró apremiado en la cafetería, y dejó un cartel informativo en la pared. Ese cartel decía que el sábado 12 de septiembre, el presidente de la República venía a Dormans, a rendir homenaje a los soldados de la Primera Guerra Mundial. El mismo presidente, y su séquito de acólitos presidirían el acto conmemorativo, toda persona ajena al gobierno y a las autoridades locales tenía vetada la entrada.
Cuando salí de la cafetería pude ver a Francois en su ventana ofuscado, con una mirada iracunda, lanzaba palabras sordas e insultos ahogados en su desesperación, su vieja radio ya le había informado que aquel día, el 12 de septiembre, su día de reencuentro con su salvador, sería imposible acercarse a su tumba. Aquella mañana Francois cerró los postigos y se encerró en la oscuridad, pero la rabia no lo dejaría descansar.
La mañana del sábado 12 de septiembre se levantó gris, las nubes habían abandonado el verano y caían con toda su negrura sobre Dormans. Marie, se despertó temprano, y como cada sábado se preparaba para visitar las tumbas de sus familiares. Yo intenté mantenerme ajeno al gentío que abarrotaba el paso de la comitiva  del presidente. La pompa de coches oficiales llegaba desde las afueras cortando el paso y centrando toda la atención de los habitantes y curiosos. Las ventanas de la casa de Francois estaban cerradas.
Cuando los políticos y burgueses entraron en el recinto del Memorial de los Soldados, los curiosos abandonaron las calles. Las nubes negras descargaron una lluvia impía y grotesca anunciando los truenos. Nadie quedó para verla. Tal fue mi estupor que aun puedo recordar aquella sensación, cuando vi una figura negra, encorvada, recibiendo estoicamente la lluvia, delante del gran portal del Memorial, parado como una estatua. Entonces lo reconocí. Era Francois, el viejo que ya casi no podía sostenerse en pie, estaba allí. No sé si esperaba algo o no, pero allí estaba erguido como un soldado esperando la orden de disparar. Pero solamente iba armado con su bastón. Con lo que me pude acercar, pude ver como sus lágrimas se confundían con las gotas de lluvia en el rostro. Hubiera querido acercarme y hablarle, intentar convencerle de lo absurdo de aquello, pero sabía que para él toda aquella causalidad, sus recuerdos y sentimientos momificados, daban sentido a su finiquita existencia. No fui yo entonces, pero fue Marie que volvía del cementerio, cuando vio Francois allí parado, personificado en el sufrimiento. Fue aquel momento cuando Marie lo miró a los ojos, y vio aquel niño enfrascado en la tristeza. Aquel niño que solo había conocido una estación. Marie entonces lo agarró de la mano, y Francois salió por un segundo de su tristeza.
Hoy estoy aquí otra vez, por otra de aquellas casualidades de la vida, como aquellas que terriblemente arrastraron tantos años a Francois o a Marie. Pero mi paso será breve. Vi desde el tren el cartel de la estación de Dormans y no pude evitar hacer otra visita. Lo único que volví a saber de ellos es que se hicieron amigos, y sobrevivieron dos años más juntos, sin separarse jamás. Y hoy estoy en el cementerio de Dormans, delante de sus tumbas que quedaron unidas, tras muchas causas y casualidades, los unió el destino. No sé cuál será mío, pero lo que es seguro, es que no voy a esperarlo detrás de una ventana.





miércoles, 27 de agosto de 2014

Monólogo del sueño

Aún dormido pero con los ojos abiertos y la mirada perdida en el horizonte miro a través de la ventana del tren. Sueño con voces lejanas y puertas abiertas. Mientras el tren atrapa el paisaje, y lo engulle, yo pienso en un momento estático, un momento congelado. Mi conciencia mira atrás en un vuelo de recuerdos, no podía dormir.
Me levanté hacia las 3 y media de la madrugada, caminé por los pasillos del tren deambulando con una música en mi cabeza que me mantenía cuerdo. Saqué mi lápiz del bolsillo de mi abrigo y me puse a escribir, pero de pronto sentí la necesidad de caminar. No había ni un alma despierta pero yo sólo escuchaba ruido, ruido y música. Trompetas, guitarras y pianos se agolpaban en mi conciencia repleta de recuerdos y memoria. Me levanté a las 3 y media, o quizás esa era la hora que quería recordar porque de repente entonces vi pasar tras las ventanas una estación llena de letreros. Alguno de ellos me volvieron a recordar aquellos momentos congelados en la memoria, pero ninguno de aquellos mensajes fueron tan reales como los que me hicieron despertar del sueño, simplemente me sirvieron para recordar que la soledad es algo pasajero y que en el camino siempre vuelves a caer en la misma piedra, llena de asperezas, y llena de esperanzas. Y tras la poca lucidez que me quedaba en ese momento, solo pude atisbar dos pensamientos; el primero, que la razón no me había servido de nada en toda mi vida. El segundo, que por más que nos empeñemos mirada tras mirada, o sueño tras sueño, y detrás de nuestra conciencia más profunda, el ser humano siempre buscará la libertad de uno mismo.
Abofeteado en ese instante por aquellos pensamientos seguí mi camino ignorando los letreros y los mensajes e intenté permanecer inerte ante las advertencias de lucidez, evitando cualquier “diálogo visceral” para que el pálpito hiciera oido sordo a la razón.

  • Será ese el camino, dijo el pálpito.
  • ¿Y qué me importa?, dijo la razón. Debes de tener tu libertad, despierta.

viernes, 8 de agosto de 2014

Pristi Stanice (Ida y vuelta II)

De vuelta hacía el tren, iba sentado en un lateral del vagón del metro de aquella ciudad a la que había llegado días atrás. Vi un cartel luminoso en aquel idioma que anunciaba la próxima parada. Recordaba algunos momentos de los que pasamos juntos, pasajeros, dos desconocidos reencontrados. Cerré los ojos y allí estábamos, de pie, en la parte de atrás del tranvía que recorría la ciudad, éramos como aquellos niños que viajan por primera vez solos, expectantes, despreocupados, porque en realidad no sabíamos a dónde nos llevaba ese trayecto, tampoco nos importaba. Los puentes y las calles se sucedían como las venas de un cuerpo ya envejecido, pero con la misma vida de siempre; la memoria estaba en el suelo, en las paredes y en las miradas. De vez en cuando la música se entrelazaba entre el murmullo de la gente que permanecía atenta al devenir de la ciudad, en movimiento, recordada, amada. Al tiempo que transcurría nuestro paseo por la ciudad, la ciudad se movía alrededor nuestro como un carrusel, y nosotros lo contemplamos todo. El tiempo fue lo de menos, descubrí el reflejo del vacío por llenar. La había conocido poco tiempo atrás en nuestro tren, pero estaba dispuesto a llenar mi tiempo con ella. Andábamos, corríamos, parábamos y seguíamos adelante, sin esperar nada a cambio el uno del otro. Perdernos, encontrarnos, nos daba igual. Éramos ricos en nuestra forma de ser, porque no necesitábamos nada más que nuevas calles por recorrer.
Se me olvidó el significado de la palabra soledad. Una palabra buscada en ciertas ocasiones y que ahora se me hacía desconocida, muda, incomprendida. Tras sus palabras, tras sus reflexiones, descifrando las capas de memoria y recuerdos de la ciudad, de nuestras vidas, encontré algo más que un amor. Ella no era una respuesta, ni un consuelo, ni el premio de una búsqueda fútil. Más bien era un referente en el camino, cómo aquello que en la naturaleza te muestra el norte o el sur, una compañera de viaje que siempre te acompaña en una noche oscura.
Eran tiempos de cambio, nosotros vivíamos en un tren en movimiento, cambiando de estación, visitando nuevas paradas, y paradójicamente en aquel instante disfrutamos de un presente inerte, una memoria arraigada, implantada detrás de los siglos de historia. Pero la tomamos y le dimos la vuelta, pintamos las paredes con nuevas ideas, pensamientos y sueños propios, nuevos, nuestros.
Era la hora de volver, respirábamos el aliento de la despedida, pero como estamos de ida, igual estamos de vuelta, así que al final todo empieza otra vez, con ella en otra o en la misma ciudad, será la próxima parada, pristi stanice.



lunes, 21 de julio de 2014

Ida y vuelta

En un día que parecía noche, por la luz y la quietud del tren, y asomado por la ventana,  vi pasar los pájaros en sentido contrario al tren. Marchaban al sur, escapaban del frío invierno. Ellos siempre viajan al sur en invierno. Después de aquella visión me levanté del asiento, y anduve por el tren pensando en las estaciones pasadas, y las paradas realizadas. De pronto llegué a un pasillo completamente vacío, una puerta abierta dejaba ver una guitarra, de cuerdas gastadas, tan vieja que su madera parecía la piel de un humano, tumbada en el asiento como si estuviera dormida. Seguí caminando por el pasillo pero sin dejar de pensar en la guitarra. Fui al bar del tren para comprar cigarrillos, estaba solo. La gente parecía haber emigrado hacia algún lugar, o simplemente me habían dejado el espacio que buscaba mi soledad. Entonces una música comenzó a sonar por los pasillos del tren, una música familiar pero como nunca antes había sido tocada y nunca había sentido. Abandoné la soledad del bar y me dirigí hacia la música, apenas me había acercado ,podía reconocer que provenía de aquella guitarra. Por un momento dudé si quería realmente descubrir quién la tocaba, pero en aquel tren no había cabida para las dudas así que me asomé y vi una mujer. Cuánto más me acercaba parecía que ella no sentía mi presencia, así que me senté en frente. Saqué mi lápiz y comencé a escribir. Pasó el tiempo, unos minutos quizás, pero parecieron días. Ella continuó tocando, miraba por la ventana mientras tocaba, veía pasar los pueblos, las montañas y cuando el tren pasó cerca del mar, se quedó contemplándolo con mirada nostálgica. Yo mientras, con mi lápiz desgastado continuaba escribiendo historias mal recordadas.
-          Me trae grandes recuerdos, dijo ella sin más, refiriéndose al océano.
Y entonces comenzamos a hablar, dónde habíamos comenzado nuestro viaje, de las cosas viejas que tienen memoria, como su guitarra, cómo mi lápiz. Y de aquel viaje. De repente el tren se paró en una hermosa ciudad.
-          Al final de todo, lo bueno es estar en el camino, me dijo. Comenzar a viajar, moverse de un lugar a otro, y algún día, sin ningún plan, volver.
Sonreí mirando la ventana, - cómo aquellos pájaros que emigran, siempre volando, de ida y vuelta.

-          Exacto, dijo ella. ¿Vienes a ver la ciudad?
-          Ya la conocía, pero me encantaría volver.




viernes, 4 de julio de 2014

Jazmín (igual a Navidad)


En el descansito de un andén cualquiera, un olor familiar despertó mi conciencia. Encaramado en la esquina de un bar más grande de lo requerido, se encontraba un jazmín real ricamente decorado por sus flores expeditas, que más que belleza despedían una fragancia que me recordó a alguna noche de paseo en verano por mi ciudad natal. Aquel perfume me acompañó en la soledad y en la compañía de queridas amistades y amores mal recordados, me acompañó en caricias encontradas y en lágrimas mal buscadas.
Al final del trayecto o a la mitad de un largo viaje en tren por la vida, los más insignificantes recuerdos se alzan en rebeldía contra el viento de la fortuna, recordándonos que una vez fuimos débiles raíces que se alzaron en algún muro buscando nuevas vistas y horizontes. La belleza no se busca, sólo se encuentra, al igual que la nostalgia o la tristeza, encaramada a los vagos recuerdos y ensoñaciones que dejamos pasar de largo como se deja un tren en el andén de una vieja estación. Por ello, el breve instante que hace palpitar la memoria o que renace como brote verde desde la tierra dura y casi yerma, embriaga al más duro pecho o al más recio rostro.
A veces olvidamos como reconocer la belleza de un instante. Andamos por la vida como por un horizonte sin rumbo, como si el sol nunca se ocultara, creyendo que aquel desconocido del espejo iba a dejar algo más que un recuerdo.

O la brevedad de la belleza se admira, o estaremos malgastando pasos y expiraciones. Es cierto que con la madurez del árbol se aprecian más los frutos de la primavera, pero yo prefiero mirar por la ventana del tren y disfrutar plenamente de cada fragancia,  pensamiento o aliento compartido, revivir las estaciones de la vida una y otra vez, y confundir el verano con el invierno, pues si giramos como una noria creyendo que después de bajar vamos a subir, nos llevaríamos más de una decepción. Quiero pensar que los dioses nos tienen envidia porque aquel momento breve es mucho más bello, porque sea así de perecedero, como lo será este jazmín, aunque más que “real”, para mí es republicano.

para V