Hace dos años,
en una de mis paradas, conocí a un personaje. Su nombre era Francois Didot, de
ciento cinco años de edad. Este anciano pasaba las últimas horas de su
infructuosa vida apostado en la ventana de su casa situada en una esquina de la
plaza de Luxemburg. A pesar de su edad, desde aquella perspectiva podía
observar, calcular y controlar el día a día de cada habitante de la región.
Pero aún más allá de eso, Francois conocía la procedencia de cada visitante que
pasaba por aquel pueblecito francés. De
esto último puedo dar fe de ello. Al día
siguiente de mi bajada en la estación y después de mi primer paseo por el
pueblo paré en la pequeña plaza en la que Monsieur Didot era el guardián,
pudiendo notar su mirada penetrante e inquisidora en mis pausados y ajenos
pasos.
El vacío y la
soledad que lo arrastraba cada mañana a esa profunda depresión que lo había
convertido en un lobo solitario y huraño, lo compensaba con una aciaga y
desesperada curiosidad que alimentaba cada vez más sus propias obsesiones.
Desde aquella ventana Francois Didot en algún segundo esquizofrenoide había
soñado con volar, pero aquel pensamiento estaba más allá de su propio
entendimiento, pues aquel hombre solitario nunca había salido de la región. Más
bien, llevaba sesenta años sin salir de aquel pequeño pueblecito.
Desde aquella
ventana había perdido el sentido del tiempo, viendo pasar los pájaros
estacionales con los ojos de un niño, había sentido su corazón salirse de su
pecho, viendo pasar a Marie, una amiga de su infancia, de la que siempre había
estado enamorado. Pero ahora aquel amor infantil se había convertido en una
quemazón que le arrastraba aún más hacia la extrema soledad, pues en toda su
vida Francois nunca había sentido el cariño de una mujer.
Desde hacía ya casi sesenta años, el único
lugar que le hacía volver en sí mismo y recordar algún tiempo de lucidez, era
el Memorial de los Soldados. El 12 de septiembre de cada año iba de visita a aquel monumento levantado en
homenaje a los soldados aliados que habían muerto en la batalla de La Marne.
Hubert de
Fels, un soldado del frente aliado que luchaba contra el avance alemán, salvó
la vida del pequeño Francois. Al finalizar la guerra, los cadáveres se
dispusieron en una línea interminable. Francois Didot, con cinco años de edad, fue
una de las pocas personas que se acercaron hacia aquella carnicería para intentar
identificar algún cadáver. Y allí lo encontró, con el torso destrozado. Su salvador se encontraba ahora entre la sangre y el barro.
Francois nunca olvidaría aquella imagen. Y así, cada año el viejo iba al
Memorial a visitar la tumba de aquel soldado.
Marie en cambio, la imagen que recuerda de
aquella guerra, era la de sus padres prometiéndole su reencuentro el día en que
los padres de Marie la enviaron con su tía que vivía al sur de Paris, en un
pueblecito cerca de Orleans. Tuvo que pasar la guerra y seis meses más, hasta
que la noticia de la muerte de su familia llegara a Marie. La pequeña Marie
pasó su infancia con su tía. Con la mayoría de edad Marie volvió
definitivamente a su pueblo natal, y cada sábado iba a visitar las tumbas de
sus padres.
Recuerdo que
el jueves 10 de septiembre, desperté
temprano, los nítidos rayos de sol que entraron por la ventana de la habitación
del hostal me animaron a salir a la calle. Extrañaba el tren, pero aquellos
días en aquel pueblo francés me sirvieron para volver a darme cuenta de aquello
que les pasa a las personas cuando se aferran a un lugar y a un pasado. Algunas
de estas personas como Francois Didot se agarraban a algo que solo existía en
su memoria, y vivían con la sed de los recuerdos, cada vez más agrios, cada vez
más vagos. Aquella mañana, salí del hotel y me dirigía a la cafetería de la
plaza Luxemburg. Entonces vi un revuelo de gente, más inquietos de lo normal,
cuando llegué a la cafetería un grupo que estaba sentado en una mesa junto al
mostrador vociferaban algo que iba a pasar este fin de semana. Entonces un
chico entró apremiado en la cafetería, y dejó un cartel informativo en la
pared. Ese cartel decía que el sábado 12 de septiembre, el presidente de la
República venía a Dormans, a rendir homenaje a los soldados de la Primera
Guerra Mundial. El mismo presidente, y su séquito de acólitos presidirían el
acto conmemorativo, toda persona ajena al gobierno y a las autoridades locales
tenía vetada la entrada.
Cuando salí de
la cafetería pude ver a Francois en su ventana ofuscado, con una mirada
iracunda, lanzaba palabras sordas e insultos ahogados en su desesperación, su
vieja radio ya le había informado que aquel día, el 12 de septiembre, su día de
reencuentro con su salvador, sería imposible acercarse a su tumba. Aquella
mañana Francois cerró los postigos y se encerró en la oscuridad, pero la rabia
no lo dejaría descansar.
La mañana del
sábado 12 de septiembre se levantó gris, las nubes habían abandonado el verano
y caían con toda su negrura sobre Dormans. Marie, se despertó temprano, y como
cada sábado se preparaba para visitar las tumbas de sus familiares. Yo intenté
mantenerme ajeno al gentío que abarrotaba el paso de la comitiva del presidente. La pompa de coches oficiales
llegaba desde las afueras cortando el paso y centrando toda la atención de los
habitantes y curiosos. Las ventanas de la casa de Francois estaban cerradas.
Cuando los
políticos y burgueses entraron en el recinto del Memorial de los Soldados, los
curiosos abandonaron las calles. Las nubes negras descargaron una lluvia impía
y grotesca anunciando los truenos. Nadie quedó para verla. Tal fue mi estupor
que aun puedo recordar aquella sensación, cuando vi una figura negra,
encorvada, recibiendo estoicamente la lluvia, delante del gran portal del
Memorial, parado como una estatua. Entonces lo reconocí. Era Francois, el viejo
que ya casi no podía sostenerse en pie, estaba allí. No sé si esperaba algo o
no, pero allí estaba erguido como un soldado esperando la orden de disparar.
Pero solamente iba armado con su bastón. Con lo que me pude acercar, pude ver
como sus lágrimas se confundían con las gotas de lluvia en el rostro. Hubiera
querido acercarme y hablarle, intentar convencerle de lo absurdo de aquello,
pero sabía que para él toda aquella causalidad, sus recuerdos y sentimientos
momificados, daban sentido a su finiquita existencia. No fui yo entonces, pero
fue Marie que volvía del cementerio, cuando vio Francois allí parado,
personificado en el sufrimiento. Fue aquel momento cuando Marie lo miró a los
ojos, y vio aquel niño enfrascado en la tristeza. Aquel niño que solo había
conocido una estación. Marie entonces lo agarró de la mano, y Francois salió
por un segundo de su tristeza.
Hoy estoy aquí
otra vez, por otra de aquellas casualidades de la vida, como aquellas que terriblemente
arrastraron tantos años a Francois o a Marie. Pero mi paso será breve. Vi desde
el tren el cartel de la estación de Dormans y no pude evitar hacer otra visita.
Lo único que volví a saber de ellos es que se hicieron amigos, y sobrevivieron
dos años más juntos, sin separarse jamás. Y hoy estoy en el cementerio de Dormans, delante de sus
tumbas que quedaron unidas, tras muchas causas y casualidades, los unió el
destino. No sé cuál será mío, pero lo que es seguro, es que no voy a esperarlo detrás de una ventana.