“La libertad, señores (habla Mairena a sus alumnos), es un problema metafísico. Hay, además, el liberalismo, una invención de los ingleses, gran pueblo de marinos, boxeadores e ironistas”.

Juan de Mairena, Antonio Machado

martes, 7 de octubre de 2014

el Memorial

Hace dos años, en una de mis paradas, conocí a un personaje. Su nombre era Francois Didot, de ciento cinco años de edad. Este anciano pasaba las últimas horas de su infructuosa vida apostado en la ventana de su casa situada en una esquina de la plaza de Luxemburg. A pesar de su edad, desde aquella perspectiva podía observar, calcular y controlar el día a día de cada habitante de la región. Pero aún más allá de eso, Francois conocía la procedencia de cada visitante que pasaba por aquel pueblecito francés.  De esto último puedo dar fe de ello.  Al día siguiente de mi bajada en la estación y después de mi primer paseo por el pueblo paré en la pequeña plaza en la que Monsieur Didot era el guardián, pudiendo notar su mirada penetrante e inquisidora en mis pausados y ajenos pasos.
El vacío y la soledad que lo arrastraba cada mañana a esa profunda depresión que lo había convertido en un lobo solitario y huraño, lo compensaba con una aciaga y desesperada curiosidad que alimentaba cada vez más sus propias obsesiones. Desde aquella ventana Francois Didot en algún segundo esquizofrenoide había soñado con volar, pero aquel pensamiento estaba más allá de su propio entendimiento, pues aquel hombre solitario nunca había salido de la región. Más bien, llevaba sesenta años sin salir de aquel pequeño pueblecito.
Desde aquella ventana había perdido el sentido del tiempo, viendo pasar los pájaros estacionales con los ojos de un niño, había sentido su corazón salirse de su pecho, viendo pasar a Marie, una amiga de su infancia, de la que siempre había estado enamorado. Pero ahora aquel amor infantil se había convertido en una quemazón que le arrastraba aún más hacia la extrema soledad, pues en toda su vida Francois nunca había sentido el cariño de una mujer.
 Desde hacía ya casi sesenta años, el único lugar que le hacía volver en sí mismo y recordar algún tiempo de lucidez, era el Memorial de los Soldados. El 12 de septiembre de cada año iba  de visita a aquel monumento levantado en homenaje a los soldados aliados que habían muerto en la batalla de La Marne.
Hubert de Fels, un soldado del frente aliado que luchaba contra el avance alemán, salvó la vida del pequeño Francois. Al finalizar la guerra, los cadáveres se dispusieron en una línea interminable. Francois Didot, con cinco años de edad, fue una de las pocas personas que se acercaron hacia aquella carnicería para intentar identificar algún cadáver. Y allí lo encontró, con el torso destrozado. Su salvador se encontraba ahora entre la sangre y el barro. Francois nunca olvidaría aquella imagen. Y así, cada año el viejo iba al Memorial a visitar la tumba de aquel soldado.
 Marie en cambio, la imagen que recuerda de aquella guerra, era la de sus padres prometiéndole su reencuentro el día en que los padres de Marie la enviaron con su tía que vivía al sur de Paris, en un pueblecito cerca de Orleans. Tuvo que pasar la guerra y seis meses más, hasta que la noticia de la muerte de su familia llegara a Marie. La pequeña Marie pasó su infancia con su tía. Con la mayoría de edad Marie volvió definitivamente a su pueblo natal, y cada sábado iba a visitar las tumbas de sus padres.
Recuerdo que el  jueves 10 de septiembre, desperté temprano, los nítidos rayos de sol que entraron por la ventana de la habitación del hostal me animaron a salir a la calle. Extrañaba el tren, pero aquellos días en aquel pueblo francés me sirvieron para volver a darme cuenta de aquello que les pasa a las personas cuando se aferran a un lugar y a un pasado. Algunas de estas personas como Francois Didot se agarraban a algo que solo existía en su memoria, y vivían con la sed de los recuerdos, cada vez más agrios, cada vez más vagos. Aquella mañana, salí del hotel y me dirigía a la cafetería de la plaza Luxemburg. Entonces vi un revuelo de gente, más inquietos de lo normal, cuando llegué a la cafetería un grupo que estaba sentado en una mesa junto al mostrador vociferaban algo que iba a pasar este fin de semana. Entonces un chico entró apremiado en la cafetería, y dejó un cartel informativo en la pared. Ese cartel decía que el sábado 12 de septiembre, el presidente de la República venía a Dormans, a rendir homenaje a los soldados de la Primera Guerra Mundial. El mismo presidente, y su séquito de acólitos presidirían el acto conmemorativo, toda persona ajena al gobierno y a las autoridades locales tenía vetada la entrada.
Cuando salí de la cafetería pude ver a Francois en su ventana ofuscado, con una mirada iracunda, lanzaba palabras sordas e insultos ahogados en su desesperación, su vieja radio ya le había informado que aquel día, el 12 de septiembre, su día de reencuentro con su salvador, sería imposible acercarse a su tumba. Aquella mañana Francois cerró los postigos y se encerró en la oscuridad, pero la rabia no lo dejaría descansar.
La mañana del sábado 12 de septiembre se levantó gris, las nubes habían abandonado el verano y caían con toda su negrura sobre Dormans. Marie, se despertó temprano, y como cada sábado se preparaba para visitar las tumbas de sus familiares. Yo intenté mantenerme ajeno al gentío que abarrotaba el paso de la comitiva  del presidente. La pompa de coches oficiales llegaba desde las afueras cortando el paso y centrando toda la atención de los habitantes y curiosos. Las ventanas de la casa de Francois estaban cerradas.
Cuando los políticos y burgueses entraron en el recinto del Memorial de los Soldados, los curiosos abandonaron las calles. Las nubes negras descargaron una lluvia impía y grotesca anunciando los truenos. Nadie quedó para verla. Tal fue mi estupor que aun puedo recordar aquella sensación, cuando vi una figura negra, encorvada, recibiendo estoicamente la lluvia, delante del gran portal del Memorial, parado como una estatua. Entonces lo reconocí. Era Francois, el viejo que ya casi no podía sostenerse en pie, estaba allí. No sé si esperaba algo o no, pero allí estaba erguido como un soldado esperando la orden de disparar. Pero solamente iba armado con su bastón. Con lo que me pude acercar, pude ver como sus lágrimas se confundían con las gotas de lluvia en el rostro. Hubiera querido acercarme y hablarle, intentar convencerle de lo absurdo de aquello, pero sabía que para él toda aquella causalidad, sus recuerdos y sentimientos momificados, daban sentido a su finiquita existencia. No fui yo entonces, pero fue Marie que volvía del cementerio, cuando vio Francois allí parado, personificado en el sufrimiento. Fue aquel momento cuando Marie lo miró a los ojos, y vio aquel niño enfrascado en la tristeza. Aquel niño que solo había conocido una estación. Marie entonces lo agarró de la mano, y Francois salió por un segundo de su tristeza.
Hoy estoy aquí otra vez, por otra de aquellas casualidades de la vida, como aquellas que terriblemente arrastraron tantos años a Francois o a Marie. Pero mi paso será breve. Vi desde el tren el cartel de la estación de Dormans y no pude evitar hacer otra visita. Lo único que volví a saber de ellos es que se hicieron amigos, y sobrevivieron dos años más juntos, sin separarse jamás. Y hoy estoy en el cementerio de Dormans, delante de sus tumbas que quedaron unidas, tras muchas causas y casualidades, los unió el destino. No sé cuál será mío, pero lo que es seguro, es que no voy a esperarlo detrás de una ventana.





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