Aún
dormido pero con los ojos abiertos y la mirada perdida en el
horizonte miro a través de la ventana del tren. Sueño con voces
lejanas y puertas abiertas. Mientras el tren atrapa el paisaje, y lo
engulle, yo pienso en un momento estático, un momento congelado. Mi
conciencia mira atrás en un vuelo de recuerdos, no podía dormir.
Me
levanté hacia las 3 y media de la madrugada, caminé por los
pasillos del tren deambulando con una música en mi cabeza que me
mantenía cuerdo. Saqué mi lápiz del bolsillo de mi abrigo y me
puse a escribir, pero de pronto sentí la necesidad de caminar. No
había ni un alma despierta pero yo sólo escuchaba ruido, ruido y
música. Trompetas, guitarras y pianos se agolpaban en mi conciencia
repleta de recuerdos y memoria. Me levanté a las 3 y media, o quizás
esa era la hora que quería recordar porque de repente entonces vi
pasar tras las ventanas una estación llena de letreros. Alguno de
ellos me volvieron a recordar aquellos momentos congelados en la
memoria, pero ninguno de aquellos mensajes fueron tan reales como los
que me hicieron despertar del sueño, simplemente me sirvieron para
recordar que la soledad es algo pasajero y que en el camino siempre
vuelves a caer en la misma piedra, llena de asperezas, y llena de
esperanzas. Y tras la poca lucidez que me quedaba en ese momento,
solo pude atisbar dos pensamientos; el primero, que la razón no me
había servido de nada en toda mi vida. El segundo, que por más que
nos empeñemos mirada tras mirada, o sueño tras sueño, y detrás de
nuestra conciencia más profunda, el ser humano siempre buscará la
libertad de uno mismo.
Abofeteado
en ese instante por aquellos pensamientos seguí mi camino ignorando
los letreros y los mensajes e intenté permanecer inerte ante las
advertencias de lucidez, evitando cualquier “diálogo visceral”
para que el pálpito hiciera oido sordo a la razón.
- Será ese el camino, dijo el pálpito.
- ¿Y qué me importa?, dijo la razón. Debes de tener tu libertad, despierta.
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