El tren me llevaba a una nueva
estación, una estación mal recordada pero que ahora pretendía hacerla mía.
Llevaba días pensando en aquello, bajar de aquel tren por un tiempo no calculado.
Las sombras se perpetraban en un horizonte que dejaba atrás, agonizando el
viento que empujaba aquellas oscuras sombras, yo y el tren salimos del túnel
que había enfrascado las ideas y los deseos, que antes de eso se habían
agolpado en mí como cuando una muchedumbre cae con inercia hambrienta ante la
puerta de los grandes almacenes en pos de la ceguera y la inmundicia. Habiendo
dejado eso atrás, llegué a aquella estación. Era la hora y tantos minutos en
que el tiempo se paró.
Cuando bajé al andén y me encontré con el destino,
no pude dejar de sonreír en dos siglos, o al menos eso me pareció en el tiempo
que compartimos. Años y minutos de ojos enraizados, unidos el uno al otro como
las raíces de un árbol que se agarran al suelo. Entre las piernas y los abrazos
no había espacio para nada más, el aire se había consumido, y el hombre agua y
la mujer fuego se dibujaron en un cuadro de tantos matices que aquella obra
nunca pudo interpretada.
Volví al tren, y ya no había
nubes negras ni cuervos blancos, sino el horizonte reflejado en el espejo de la
memoria que recuerda aquellos momentos. En las próximas estaciones surcaré
despacio las orillas de la memoria, siguiendo el mar que nos espera, violento y
calmado, que sin miedo azota la tierra. Y montaremos juntos en él, en el océano
de palabras y caricias que alguna vez nos guardamos, y que ahora se destapa
como el volcán que derrama el fuego en el agua, creando una nueva tierra, y en
ella estarán todas las estaciones que nos quedan por recorrer, esta vez juntos.